A 27 de Octubre de 1853: - ¡Gracias, Dios mío, por la hora que acabo de pasar en tu presencia! Reconocí tu voluntad, medí mis defectos, conté las miserias que tengo y sentí tu bondad para conmigo. Sentí el sabor de mi existencia. Me diste tu paz. En la amargura está la dulzura; en la aflicción, la alegría; en el quebranto, la fuerza, y en el Dios que castiga, el Dios que ama. Perder la vida para adquirirla, ofrecerla para recibirla, no poseer nada para conquistarlo todo, renunciar al propio yo para que Dios se nos entregue: he ahí un problema imposible y una sublime realidad.
Sin el sufrimiento, no se conoce la dicha en realidad, y el redimido es más feliz que el elegido.
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